POMPEYA, LA CIUDAD DESENTERRADA

Desde que un ingeniero español iniciara las excavaciones en el siglo XVIII, los arqueólogos han sacado a la luz la antigua ciudad romana sepultada por la terrible explosión del Vesubio en el año 79 d.C.


 En el siglo XVIII, el descubrimiento de las ruinas de Pompeya provocó una auténtica conmoción entre los amantes de la Antigüedad. La ciudad había desaparecido del mapa entre el 24 y el 25 de agosto del año 79 d.C., cuando una mortífera erupción del Vesubio sepultó ésta y otras localidades del entorno, como Herculano y Estabia. A lo largo de los años se mantuvo el recuerdo de la existencia de unas ruinas antiguas en la zona, e incluso algunos se aventuraron a apuntar su localización a la luz de ciertos hallazgos. Pero no fue hasta 1738 cuando el futuro Carlos III de España, entonces rey de Nápoles, encargó a un ingeniero militar español, Roque Joaquín de Alcubierre, que iniciase las excavaciones. Esas primeras prospecciones se hicieron en la zona de Herculano, un punto especialmente dificultoso porque la ciudad había quedado sepultada bajo una capa solidificada de lava volcánica que llegaba a alcanzar los 26 metros de espesor. Por ello, pese a que se desenterraron algunas estatuas espléndidas, el monarca y sus asesores decidieron ampliar el alcance de la búsqueda. Fue así como, en 1748, se comenzó a excavar en la zona de la antigua Pompeya, si bien la ciudad no fue identificada como tal hasta mucho más tarde, en 1763.

Pompeya había quedado cubierta por una capa bastante menos gruesa de cenizas volcánicas solidificadas, tras la que se encontró otra mucho más ligera de lapilli (pequeñas piedras expulsadas durante una erupción volcánica); por ello, el acceso a las ruinas fue desde el principio mucho más fácil. Inicialmente los excavadores se sintieron decepcionados, pues no daban con las elegantes esculturas por las que suspiraba el rey. Durante dos años exploraron dos zonas opuestas de la ciudad, el anfiteatro y la vía de los Sepulcros. Tras una pausa, en el año 1755 se reanudaron los trabajos, siempre bajo la dirección de Alcubierre, que se mantuvo en el puesto hasta 1780. Los hallazgos se sucedieron: la villa de Cicerón, la finca de Julia Félix, más tarde el teatro Grande, el odeón, la villa de Diomedes y el templo de Isis. La expectación por los descubrimientos se extendió por toda Europa, y gran número de estudiosos, y también de simples curiosos –lo que hoy llamaríamos turistas–, empezaron a llegar al yacimiento para contemplar los edificios desenterrados, las estatuas y los primeros frescos que quedaban a la vista. El templo de Isis despertó especial interés; era el primer espacio sacro que se excavaba en Pompeya, el mejor conservado y, sobre todo, el primer santuario egipcio que podían ver con sus propios ojos los europeos, pues el viaje al país de los faraones no era factible en aquella época.

El trabajo de Alcubierre y su equipo fue desde el principio objeto de fuertes críticas. El estudioso alemán Winckelmann, por ejemplo, escribía en 1762: «La incompetencia de este hombre [Alcubierre], que ha tenido tanto contacto con la Antigüedad como las gambas con la Luna, ha provocado la pérdida de muchas cosas hermosas». Se criticaba que la finalidad última de las excavaciones no era otra que la de encontrar objetos de valor, especialmente esculturas, que embelleciesen el palacio del rey, por lo que se desechaban otros objetos que no resultaban relevantes.

Pero estas opiniones eran en gran parte infundadas o exageradas y tal vez derivaban de la frustración de los viajeros al no poder acceder con libertad a los descubrimientos. Hay que tener en cuenta que la arqueología como disciplina estaba en sus orígenes y empezó a desarrollarse precisamente a partir de los descubrimientos de Pompeya, que llevaron a plantear cómo debía abordarse una excavación arqueológica de gran magnitud. La exploración emprendida por Alcubierre permitió comprender que Pompeya ofrecía una oportunidad única de recuperar una ciudad romana completa y de entrar en contacto con la vida cotidiana de los antiguos romanos, de los que se habían conservado sus alimentos carbonizados, sus muebles, sus vestidos y hasta las huellas de sus carros.

Francesco La Vega, un colaborador de Alcubierre, se hizo cargo de las excavaciones en 1780 y enseguida tomó una serie de medidas que buscaban lograr una mejor planificación y coherencia de los trabajos. También se preocupó por conservar adecuadamente lo ya desenterrado. Por ejemplo, hizo techar las construcciones para que las pinturas y otras antigüedades pudieran conservarse in situ y también ordenó reponer algunos monumentos que habían sido trasladados al museo de la localidad de Portici.

Pocos años después se entró en una de las etapas más activas y productivas en las excavaciones de Pompeya, la inaugurada con la llegada al trono de Nápoles de un mariscal de Napoleón, Joachim Murat, en 1808. Su esposa Carolina, hermana del emperador, mostró especial interés por las excavaciones en Pompeya, y tuteló y controló personalmente los trabajos dirigidos por Pietro La Vega, hermano del director precedente. Durante esos años se excavó todo el perímetro de la muralla, las puertas de la ciudad así como algunas de las calles más importantes. Por otro lado, se unieron zonas que habían sido excavadas de manera aislada y se trabajó en el foro.

Tras la restauración de los Borbones en el trono napolitano en el año 1815, los trabajos arqueológicos experimentaron un cierto retroceso a causa de la falta de fondos. Pese a ello, se recuperaron algunos de los edificios más célebres de Pompeya, como la casa del Fauno, donde se halló el espectacular mosaico que representa la batalla entre Alejandro Magno y Darío. El número de visitantes no cesó de aumentar, sobre todo después de la inauguración en 1840 de una estación de ferrocarril, que fue seguida por la apertura de los primeros hoteles y restaurantes que ofrecían sus servicios a los viajeros, a precios al parecer bastante abusivos. Pero el gran salto adelante en la exploración de Pompeya se produjo en 1863, poco después de la caída de los Borbones y la incorporación de Nápoles al reino unificado de Italia. En ese año asumió la dirección de las excavaciones uno de los arqueólogos más afamados de la época, el italiano Giuseppe Fiorelli.

La ambición de Fiorelli, en primer lugar, fue completar la exploración del yacimiento, del que sólo se había excavado una tercera parte. Pero, más allá de esto, la importancia de Fiorelli reside en el riguroso método arqueológico que puso en práctica. Dividió Pompeya en nueve regiones, subdivididas a su vez en ínsulas (manzanas) y umbrales, con el fin de localizar con exactitud cada uno de los edificios excavados en la ciudad. De ahí la «numeración» de las casas que se sigue empleando hoy en día; por ejemplo, la casa de Menandro es I. 10. 4, es decir: Región I, Ínsula 10, Umbral 4. Además, Fiorelli impuso la excavación de los edificios desde arriba –y no desde los túneles abiertos en las calles, como se había hecho siempre– para evitar así que las paredes se desplomaran, como había ocurrido a menudo. Arqueólogo enormemente imaginativo, Fiorelli causó sensación con su idea de crear moldes de las víctimas de la erupción; para ello inyectó yeso en los huecos que habían dejado bajo la capa de cenizas volcánicas los cuerpos de las víctimas al descomponerse. Fiorelli decidió, asimismo, autorizar el acceso a las excavaciones a todo el mundo, previo pago de una entrada. Si hasta entonces sólo los personajes de alcurnia habían obtenido permiso para acceder a las ruinas, ahora cualquier ciudadano podía pasearse por las calles de la antigua ciudad campana.

Al entrar en el siglo XX, la fama de Pompeya no hizo sino aumentar gracias a los medios de comunicación de masas y el continuo flujo de visitantes anuales, al tiempo que proseguían las campañas arqueológicas. Una empresa de gran aliento fue la excavación, por Vittorio Spinazzola, de la vía de la Abundancia, célebre por el gran número de grafitos y decoraciones pictóricas de sus fachadas. Al mismo tiempo, Pompeya se convirtió en un instrumento de propaganda para los distintos gobiernos italianos, sobre todo a partir de 1923, bajo el régimen fascista de Benito Mussolini. Viendo en la antigua ciudad una muestra de la pasada grandeza de Italia, las autoridades pusieron enormes fondos a disposición de Amedeo Maiuri, el nuevo director del yacimiento a partir de 1924. Gracias a ello se sucedieron los descubrimientos, como el de la villa de los Misterios, con sus sensacionales frescos de contenido mistérico, o la casa de Menandro, excavada por Maiuri entre 1926 y 1932.

En 1943, durante la segunda guerra mundial, una serie de bombardeos aliados dañaron seriamente los restos arqueológicos. Pero terminado el conflicto los trabajos se reanudaron a un ritmo intenso, aunque no siempre con el debido rigor; por ejemplo, los materiales desenterrados se utilizaron para la construcción de la autopista Nápoles-Salerno y como tierra fértil para los cultivos de la zona. Desde los años sesenta se han desenterrado tres nuevas casas: las de Fabio Rufo, Julio Polibio y de los Castos Amantes. Aun así, en la actualidad, 25 hectáreas del yacimiento, un tercio del total, aún no han visto la luz. Pero quizás el mayor reto para los arqueólogos sea la conservación de los edificios, mosaicos y frescos ya descubiertos, algo que resulta especialmente arduo en las condiciones de la actual crisis económica.

National Geographic

1 Comentarios:

Unknown dijo...

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