LA «PENA DEL SACO», EL CASTIGO PARA LOS PARRICIDAS EN LA ANTIGUA ROMA

El suplicio se justificaba en que «la profanación» (violatio) de los padres y de los dioses debe expiarse del mismo modo. El castigo tenía un componente ceremonial.

Dios pidió a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac como muestra de fe: «Toma a tu hijo único, el que tanto amas, a Isaac; ve a la región de Moriá, y ofrécelo en holocausto sobre la montaña que yo te indicaré». El patriarca judío se disponía a «inmolar a su hijo» cuando un ángel apareció para evitarlo. Dios supo así que Abraham sacrificaría cualquier cosa por él, pero no iba a permitir que se cometiera un pecado de esa gravedad. La tradición judeocristiana repudia el parricidio, al igual que Grecia y Roma, que reservaban a este crimen uno de los castigos más salvajes. Lo más peculiar de los romanos es que eximían a los padres del delito.

Más allá de dioses y titanes, el parricidio más conocido de la cultura helena es el que sucede durante el mito de Edipo. Ante la profecía de que moriría asesinado por su hijo, el rey de Tebas no se atrevió a matar a su único vástago con sus manos, pero atravesó con fíbulas sus pies y lo entregó a un pastor para que lo abandonara. Creía que nadie recogería a un recién nacido con los pies atravesados. Sin embargo, el niño sobrevivió cuidado por unos pastores y, posteriormente, por la reina de Corinto, quien le llamó Edipo, que significa «el de pies hinchados».

Siendo adulto, Edipo se encontró con su padre, el rey de Tebas, y sin saber que era sangre de su sangre le mató por un incidente de poca importancia. Aunque Edipo llegó a rey y vivió años dichosos, el parricidio cayó sobre él como si fuera una maldición. En una de las versiones, Edipo se quitó los ojos con los broches del vestido de su madre, Yocasta, que también era su esposa, y se exilió de Tebas al saber que había matado a su padre y se había casado con su madre.

En la legislación de Atenas, el parricida podía ser perseguido y muerto por cualquier ciudadano, mientras que el autor de un homicidio simple solo podía ser acusado por los parientes próximos de la víctima. A nadie le era lícito prestarle asilo, pues consideraban que era un delito supremo. No en vano, el reformador y legislador Solón se negó a anular penas en Atenas para los parricidas, a razón de que no creían que hubiera personas tan perversas que osasen romper los vínculos sagrados de la naturaleza. Solo los animales podían hacer algo así.

Posteriormente, en Roma se llamó parricidio a todas las formas de homicidio sobre un hombre libre o ciudadano, un «par» o un «igual». El Derecho Romano primitivo equiparaba «parricidium» a homicidio voluntario, pero ya con la ley de las XII Tablas se catalogó solo como la muerte de los padres ocasionada por los hijos. Aquí no entraban los crímenes contra los hijos o los esclavos porque el padre romano tenía máximo control sobre su familia, incluso si decidía exponer a peligro de muerte a sus hijos o desheredar a alguno de ellos.

La muerte reservada para los asesinos de sus padres se llamaba «Poena Cullei» o «Culleum» (un contenedor de cuero con cierre estanco dedicado a transportar alimentos) y consistía en lanzar al condenado desnudo al mar o a un río metido en un saco de cuero con una víbora (de la que se creía que era un animal parricida), una mona (la caricatura del hombre), un gallo (feroces, capaces de enfrentarse a un león) y un perro (animal considerado «immundus» por los romanos). En un pasaje del jurista romano Herenio Modestino se describe que «los culpables de parricidio eran primero perseguidos con "las virgae sanguineae" y luego cosidos en el interior de un "culleum"». Al reo se le cubría la cabeza con un gorro de piel de lobo y se calzaba con zapatos hechos de madera para que no pudiera defenderse.

Se les producía la muerte por ahogo con la creencia de que el agua tenía una cualidad purificadora, además de que al homicida había que privarle de una sepultura digna. Los animales desempeñaban una doble tarea. Por un lado torturar al reo mientras estuviera vivo; después, fundir sus restos hasta que fuera imposible distinguir al animal del hombre.

¿Quién introdujo un castigo tan cruel para este tipo de delito en Roma? Según Valerio Máximo fue el rey etrusco Tarquino, quien ordenó «el culleum» para castigar al decenviro M. Atinio, culpable de haber divulgado los secretos de los ritos civiles sangrados. El suplicio se justificaba en que «la profanación» (violatio) de los padres y de los dioses se debe expiar del mismo modo. El ataque contra el pater es el crimen contra la divinidad, por lo que el castigo tenía un componente ceremonial.

Su crudeza recordaba a la que en el Antiguo Egipto se reservaba también al parricida, al que después de torturarle con pequeñas cañas aguzadas, se le cortaban pedazos de carne, y colocado sobre haces de espinos se le quemaba a fuego lento.

La Lex Pompeia de Parricidi anuló este tipo de ejecución pero extendió la pena del parricidio para otros parientes, desde hermanos, primos, suegros, nueras, yernos, marido y mujer, padrastro, patrón y patrona. En este grupo se seguía excluyendo del castigo al que ejerciendo la patria potestad matara a sus pupilos. La ley reconocía el derecho que tenía el padre de matar a sus descendientes, ya fueran hijos o nietos. Con el ascenso de César Augusto se desempolvó de nuevo el «culleum», e incluso se le achaca a él (otras fuentes dicen que fue Adriano) estipular qué animales debían ser introducidos en el saco.

Todo el procedimiento era excepcional. Ningún otro condenado a muerte era sometido a tanta y tan estudiada ceremonia. Sin ir más lejos, las vergas con las que se les fustigaba debían ser «sanguineae», es decir, del color rojo de la sangre. Una forma de hacer pagar con sangre al que atenta contra su propia sangre. Constantino, que legalizó la religión cristiana, diría de este castigo que era «para que en vida le falte el aire, y ya muerto esté privado de sepultura», lo cual significa que todavía en el siglo tres seguía vigente.

En la Edad Media algunas instituciones romanizadas conservaron esta idea de ajusticiamiento. Ese fue el caso de las Partidas, un cuerpo normativo redactado en la Corona de Castilla durante el reinado de Alfonso X que recuperó la pena del saco de cuero cerrado, si bien en una versión más simbólica que efectiva. Según el legalista Joaquín Escriche, la pena del «culleum» se mitigó en la práctica haciendo «llevar al reo al patíbulo, en serón de esparto, y luego meter el cadáver en cubo grande donde estaban pintados aquellos animales, y hacer la simulación de arrojarlo al río, dándole después la correspondiente sepultura».

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